lunes, 2 de marzo de 2015

REMINGTON



En una Remington de 1890, tecleé las letras: “P”, “O”, “E”, “S”, “Í”, “A”………………. y me precipité al abismo.

Anduve por una selva habitada por extraterrestres, musas descarriadas, neuronas histéricas y caníbales disfrazados.

Con este grupo inverosímil, atravesé montañas, recorrí gargantas de fuego, naufragué en océanos, sobreviví a los desiertos, me perdí en laberintos…; hasta atisbar un inmenso valle de lágrimas donde descansé.

Desperté eufórica y desaparecí sigilosa de aquel escenario delirante.

Y, de súbito, penetré en otra dimensión. Fue fácil, sólo rocé el resorte de la provocación.

Un mundo esotérico atestado de enigmas, figuras retóricas, rimas, espinelas, sonetos, liras, romances, silvas, ovillejos, sextinas... Un cúmulo de adivinanzas y jeroglíficos imposibles se extendía estrafalario ante mis ojos.

De una inmensa alfombra roja que se prolongaba hasta el infinito, sobresalían minúsculos tentáculos, cuyas ventosas trataban de aferrarse a mis pies para impedirme el movimiento. ¡Osaban atraparme!

Pulsé la clavija del ingenio y deambulé por el cerebro buscando alternativas. Neuritas indigentes se mostraban remisas a cooperar. Continué indagando y accedí a la zona superior o CSI (Centro Superior de Inteligencia).

La respuesta brotó incandescente a modo de surtidor, salpicando de libélulas mis sentidos: “urgía volver a la Remington. Era necesario encontrar la fórmula que eclipsara la palabra fatídica.”

Corrí como la pólvora por la alfombra roja resuelta a zafarme de cualquier cadena. De un salto me agarré a las nubes, iniciando un vuelo alucinante hasta el recinto acorazado de la Remington.

¡Plof! Caí sobre la falsa silla ergonómica como un fardo, dispuesta a tramitar mi salvoconducto a la libertad. Mis dedos volaban sobre las teclas: clic-clic-clic, clic-clic-clic, clic-clic-clic. ¡El folio seguía en blanco! ¡no podía ser! ¡era imposible! Clic-clic-clic-clic-clic-clic-clic-clic-clic-clic-clic-clic-clic-clic-clic-clic-clic-clic-clic-clic.


Los dedos resbalaban, tropezaban, se hundían entre las teclas. Me lancé sobre la máquina en un intento de… ¡La cinta había expirado! ¡Ni una gota de tinta quedaba en su interior!

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