Protegida por un Dios filántropo, la emoción late
expectante en el reducto vibrante de su alcoba.
En un entorno condescendiente, el alma se desborda
incontenible, penetrando incorpórea por valles, montes, ríos y bosques, como
una ola voraz sobre una playa interminable.
Con la complicidad de los Dioses, la conciencia se
aventura por espacios clandestinos, colmando de oxígeno sus surcos y creando un
paraíso entre sus células.
Con la coartada de un espíritu amable, el pensamiento
construye senderos de palabras complacientes, libera sentimientos sepultados, y
ampara una percepción indulgente del mundo.
No se detiene ante el abismo de lo impúdico, del luto y
del desgarro. El pensamiento fluye redimido, virgen, emancipado.
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