Las palabras se atrincheran, o se callan, o se ocultan en su alcoba, o suspiran.
Temen que con cada engarce se dispersen. Procuran, dado su pudor interno, no fatigar
al lector, ni infringir algún desaire al escribidor incrédulo.
Y… pues dicen: “la pintura hay que sentirla y respirarla”.
Mas… ¿cómo podrían explicarlo sin embadurnarla ni llenar de sombras su belleza?
La palabra se inmola cuando abomina y engaña.
Y añaden: “al lienzo hay que traspasarlo, adivinarlo, y si es bello y no encubre fraude, admirarlo”.
La autora se pliega al breve discurrir de las palabras y les da su beneplácito,
añadiendo por sí misma:
Al cuadro hay que mirarle con deseo, deslizar la mirada por el lienzo descifrando
qué esconde su propuesta y demorar las dudas del silencio si no acude respuesta, porque el cuadro la engendra.
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