Rumiando el menú del post, e indagando el resorte que
impulsa a mis dedos a decantarse por unas letras y no otras, reflexionaba
acerca de su afán soberanista y de su infame y sutil habilidad por mostrar su autoridad.
Los 20 minutos largos que tardo en cubrir el trayecto de
mi casa al trabajo, los dedican mis neuronas (el cuerpo se abstiene dado su
temor empírico a las caídas) a dialogar sobre esto y aquello y lo de más allá,
con un deleite rayano en la estulticia.
Porque es de justicia decir, que una cosa es lo que elaboran
mis neuronas con primor exquisito, y otra bien distinta, el expolio que mis dedos,
indignos y mordaces, realizan sobre el folio.
Andaba, pues, explorando las ocultas intenciones de mis dedos
y su repulsa a obedecer órdenes directas del gobierno cerebral, cuando la realidad
se impuso plúmbea, opaca, exigente, opresora, brusca y acerada. Topé de súbito con
la entrada al centro de trabajo.
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