Lanzó los zapatos al aire y, con
los pies desnudos violentando la tierra, fue invadiéndole un placer excitante,
una felicidad turbadora. Acarició los árboles; su vista recorrió montañas, bosques,
valles…; deslizó la mirada por el cielo, por el río… Se creyó Dios.
.
El asombro le mantenía
pletórico. Hurgó en su mochila, sacó el cuaderno de folios blancos (siempre
blancos), y escribió. Escribió y escribió y escribió…
.
Llegó la noche y siguió escribiendo.
La aurora iluminó el folio. Escribía y escribía ajeno al cansancio y al hambre…,
como si no existiera otra cosa en el mundo.
.
Se desgarró el cielo en un
lamento ronco, lanzando alaridos de fuego sobre el monte. Cayó la lluvia a
plomo, cataratas de acero sobre la tierra, exhalando al aire aromas
ancestrales.
.
Escribía y escribía,
inconsciente del agua y del frío…
.
Se abrió la tierra, y su
cuerpo fue deslizándose… Escribía y escribía, compulsivamente... La tinta
dibujaba arabescos endiablados… Cortinas de agua lo emborronaban todo…
.
Cesó la lluvia de pronto, y
cruzaron vaporosos colores por el cielo.
.
De las profundidades de la
tierra se escuchó el eco de unos trazos, como el suspiro de un beso entre el
canto melodioso de unos versos.
.
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