(Por los 100 años que
se cumplen de la publicación de “Platero y yo” de Juan Ramón Jiménez)
Mi amigo Platero, a veces me engaña,
le llamo en voz alta, y él, calla. Yo me hago la tonta, me gustan sus bromas. Al
rato se asoma riendo y brincando, provocando un revuelo de tierra en el aire.
Cuando vamos al bosque y vemos un
claro, se sienta a mi lado a contemplar el cielo. Y si cruza una nube, la
ponemos nombre. Y escuchamos al río saltar por las piedras más allá de los
pinos. Cuando eso ocurre, nos quedamos quietos sin hacer ni un ruido, para
disfrutar a tope del bello concierto. Somos dos amigos muy bien avenidos.
Pero lo que más nos
gusta, al entrar al bosque, es saber que cerca, en una reserva, viven unos
osos. Platero los huele, yo no llego a tanto, quizás entre ellos haya algo más
que ignoro. Jugamos un rato a que sí los vemos. Él con sus rebuznos, yo con mis
ronquidos, parecemos dos osos muy jacarandosos.
Cuando algo no le
gusta, Platero se enfada. Por ejemplo, si digo: “¡salgamos del bosque!”,
refunfuña un poco y me da la espalda. Pero yo le entiendo, su casa es el bosque,
con sus viejos robles, sus arcanas plantas; su frondoso enjambre de ramas y
hojas, y los bellos alisos que al borde del río irisan sus aguas.
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