Inmersa en el cerebro de un matón,
deambulo indagando en su guarida
la prueba irrefutable, alguna herida
que me inste a comprender la sinrazón.
Encuentro, ¡vive Dios! en un rincón,
la tecla que chirría, la homicida,
que oculta la neurita pervertida
blindada por esbirros de cartón.
Y convengo conmigo que es el coco
el culpable de mucho desatino,
pues nada le detiene si está loco.
Mata un día tras otro, el asesino,
creyéndose gigante y no tan poco.
En manos del azar está el destino
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